A simple vista vi un fragmento de tierra en alguna costa, frente a un océano. El vistazo se transformó en mirada. Me sumergí momentáneamente en la contemplación.
Varias ideas surcaron mi mente, conforme iba descubriendo que ese pedazo de tierra tenía algo que ver conmigo. A la vez pensé: si cada quien tuviese la oportunidad de ver su lugar con una toma de estas características, algo surgiría también de esa contemplación. La perspectiva desde el espacio pareciera darle un toque un tanto ajeno, si se me permite decirlo así.
Desde afuera la tierra se ve como lo que es: un solitario planeta. Los límites imaginarios que hemos establecido en base a coordenadas y acuerdos entre personas, nos hacen sentir como si en realidad el planeta estuviese fragmentado por las fronteras. Los límites nos sirven para establecer jurisdicciones, autoridad, derechos, facultades, orden, y esto nos ayuda a definir ciertas normas que permiten una convivencia llevadera. Pero en realidad, los países, los estados que los componen, no están físicamente separados por éstas líneas. Nuestro país no está separado del resto del continente, ni del mundo. Si zarpáramos en una lancha desde la costa que aparece en la foto, podríamos llegar a cualquier otra costa del mundo que nos propusiéramos, como lo hizo Darwin para llegar a la Isla de Pascua, donde no le esperaba aduana alguna.
Mientras la mirada penetra en los detalles, poco a poco se descubre que en las grietas de la geografía se encuentran guardados recuerdos e imágenes muy claras. Se observan canales y surcos por los que fluye las sustancia de estos recuerdos. Aquí, en esta imagen, está escondida la memoria de un pueblo; miles y miles de personas que han cohabitado y cohabitan ese pequeño espacio del planeta. Sobre ese mapa, sin delimitaciones lineales, viven ahora algunos de esos seres humanos. No los vemos, pero ahí están. Tan presentes como las células que, en medio de la flojera más densa, no renuncian a su función por quedarse “dormidas” un rato con nosotros. Así están esas historias vivas captadas en una instantánea: vivas aunque imperceptibles. Somos un fragmento de una conciencia colectiva adormecida.
Lo que en un principio era una imagen indefinida, termina siendo un espejo donde se reflejan los recuerdos de la infancia, las travesuras de la juventud y algunas desventuras y desencantos que, por suerte, no alcanzan mayoría.
Ahí, en esa foto, está una parte de mi historia: amigos, hermanos, mi viejo y mi madre, que, por azares del destino, quedan circunscritos al marco de esta fotografía. Ahí han escrito los capítulos de su vida, con alguna que otra hebra que sale de cuadro, de vez en cuando.
Dentro del marco de esta foto, en la tierra que se delimita, se guarda el presente y el pasado. El capitán Don Francisco María Espino y su pelotón fusilaron a un francés: el Conde Gastón de Raousset Boulbon, pues, los intereses de éste último ponían en riesgo la integridad del territorio que ahí aparece (que raro se ve desde arriba).
Por otra parte, ver la foto y afirmar que esa tierra es un bastión partidista suena estúpido y fuera de contexto. Y surge también la pregunta ¿es el humano mayoría en esta esfera que nos da vida?. Lo que se ve de afuera es tierra y mar; no hay líneas en el mapa, ni parece existir un primer mundo, menos un tercero. Desde arriba todo se ve más sencillo y coherente. Un solo mundo, silencioso y sin ostentosas manifestaciones de vida.
Viendo esta imagen pienso también en la cristalización de las ideas. Una perspectiva distinta -en este caso desde arriba-, nos ofrece una reconexión con la realidad. La oportunidad de ver, literalmente, las cosas desde otro ángulo. Estamos unidos al mundo, al planeta. Mientras Europa libra el reto de unificarse, sin que ello implique la pérdida de sus costumbres, nosotros vivimos separados por la línea imaginaria de nuestras ideas, sin atrevernos a ir más allá de los límites de la historia. Queremos moldear el presente sin rebasar los límites del pasado, que se caracterizaba por circunstancias distintas (locales y mundiales). Nos cuesta trabajo abdicar a la monarquía de las ideas, como si éstas fueran en verdad de carácter vitalicio. Boicoteamos la posibilidad de rediseñar un nuevo mapa del futuro, pues, para lograrlo se requiere explorar nuevas concepciones y ello pareciera implicar una renuncia del pasado. Pero en realidad, esa expansión de la conciencia colectiva no implica una renuncia o suplantación, implica extender los límites de nuestras ideas.
Quien mira con calma, con detenimiento, descubre que el de la foto es un fragmento de la esfera de la vida; de la historia entera; de todas las vidas. Quien logra mirarla con la tranquilidad que da la distancia, puede dimensionar su lugar en esta gran casa. Somos una hebra más en la policromática e inconmensurable urdimbre de la vida. Un vital pulso, con poca conciencia del cuerpo que nos da vida.